En la casa derruida donde habita Abel Oyarzo, el triste callejón de la cuadra siempre se llenó de amigos bebiendo vino barato. Hay en la escena unos cuatro o cinco hombres en condición de calle, con ojos extraviados por el alcohol que vociferan descontrolados en medio del humo y el olor del carbón de una palangana que se cae a pedazos. Del chonguito de la vela queda un recuerdo y sobre la mesa de latón arden restos de esperma. Comen charqui y pedacitos de grasa del fogón donde parecen arder palitos, ramas secas y ropa vieja trasladada de la basura.
Cuando joven, Oyarzo se había embarcado en el lujoso vapor Tenglo que zarpó de Puerto Montt y llegó a Aysén al cuarto día, en Agosto de 1929.
—¿Pa’qué servía esto? ―me dijo convencido. ¡Un par de casitas y la lluvia que no paraba nunca! ¡Y uno sin trabajo! ¿Le gustaría a usted haber pasado por todo eso?
Los tiempos de su llegada
Creo sin temor a equivocarme que este hombre sentía cómo se le iba el tiempo. Sufría cuando sus compañeros eran contratados y a él no lo llamaban nunca. Paraba donde don Chindo en el Hotel Vera frente al muelle, y estando ahí, llegó a la conclusión de que nada le llegaría, a pesar de tener un buen contacto de su tío Marinao que trabajaba en mar y playa. Embromó casi un mes en decidirse y un día de revanchas por juegos de taba, reunió a todos y les gritó que había decidido no trabajar en la Estancia Coyhaique.
—Me voy al Baker —les dijo. —Al menos ahí encontraré la cantidad de ovejas que necesito para desenvolverme con seguridad. Y otro ambiente, no éste.
Tomó dos caballos con pilcheros y avanzó hacia el lago. En el camino, pasó a despedirse de doña Victoria, quien cantaba la correspondencia de los valijeros a caballo. La abrazó caballerosamente y le besó una mano para agradecer sus atenciones en tiempos difíciles, pasmados de asombro en medio de la pampa del Corral.
Al salir de Baquedano lo dejaron durmiendo bajo el soberado de un galpón de esquila, a los pies del cerro Divisadero. Eran las tierras de Zambrano y la casa la había terminado de construir hace un par de meses el maestro mayor de obras Bórquez Patiño.
Primero empezó como peón de estancia, donde tenía que hacer de todo para aspirar a trabajos de más alta categoría. Un día le llamó a la oficina el mismísimo administrador Mackenzie, haciéndole preguntas extrañas que lo desconcertaron.
―¿Usted sabe remar? ¿Sabe cimbrear un bote? ¿Puede navegar con carga?
—Sí señor ―le respondió el chilote, tres veces.
―¿Y le gustaría ir a trabajar en Bajo Pisagua?
El trayecto a Bajo Pisagua
La vida laboral del chilote Oyarzo había comenzado bien. Trabajar en Pisagua significaba estar entre los mejores. Eran pegas difíciles y absorbentes y en ese lugar estaban algunos pocos elegidos. Mackenzie llamó al chilote luego de haber analizado su actitud de trabajo y su gran eficiencia. En el lugar, el río Baker desemboca directamente en el mar y llegó a hacerse cargo junto al mecánico que reparaba las máquinas de esquila. Hubo problemas al principio, ya que la administración de Pisagua estaba a cargo de un capitán de puerto que empezó a pedir otras condiciones que no estaban en el contrato original. Era un contrato bueno. Abel Oyarzo ganaba 10 pesos mensuales. Pero le cambiaron las exigencias y sólo bastó esa pregunta que le hizo el administrador para que Oyarzo pidiera las cuentas:
—¿Y usted... es chileno o chilote?
―Perdone usted, soy criado y nacido en Chile.
—No, es que yo le pregunto a usted si es chileno o chilote...
Los conflictos
En aquellos años, los ingleses dividían a la masa trabajadora en gente que operaba de Puerto Montt al norte y de Puerto Montt al sur, y así estaban las clasificaciones. Como él no entendía esas ordenanzas, se sintió aludido y perdió la paciencia, no aceptó firmar y durante tres meses estuvo trabajando bajo las cláusulas de Mackenzie en el lugar que le llamaban Bajo Pisagua.
Las faenas eran intensas y para el puertomontino no presentaban dificultades serias. Si usted lo conoció podrá entender lo que afirmamos. Un hombre valiente y ducho en todo tipo de trabajos, experto en faenas de mar y río, gran cargador y acarreador, gran trabajador de los puertos, especialmente allá en la ruta hacia Magallanes, pasando por San Carlos, cuyas historias se vienen a bordo de una lanchita que corre a 20 millas por hora para ir a buscar tropillas de mulas y cargas.
Uno día se embarcó para faenas en botes esperando la llegada del Alfonso, que pasaba por ahí con rumbo al estrecho de Magallanes llevando una carga para el puerto. Lo divisó a la distancia con sus 18 metros de eslora y se dio cuenta que era un lanchón a motor. Se unió a la tripulación y subieron a buscar una lancha al Puerto de San Carlos, esa que todos le decían la Juanita, de propiedad de míster Lucas Bridge.
La correntada del Baker llega a 12 millas por hora. Y la Juanita desarrollaba una velocidad de crucero de 22 millas hora, demorando día y medio para cubrir Pisagua y Puerto San Carlos, donde normalmente llegaban las mulas a buscar las cargas. Se organizaron bien las cosas para iniciar las faenas de carga y los hombres comenzaban a preguntarse en el intertanto quién viajaría en la Juanita y quién en el barco de itinerario.
Oyarzo señala siempre la importancia que tuvieron los piedreríos de Baker para la construcción de casas y galpones, ya que el terreno firme asentaba tan bien las construcciones que pocas veces se agrietaron o desplomaron. Los galponcitos que había por entonces en esos lugares se habían levantado encima de las piedras.
Por entonces, los peores conflictos del chilote los vivía con sus patrones. Menudos problemas tuvo para adaptarse a la nueva situación. Los acuerdos, la aceptación de las funciones y los malos entendidos, siempre le persiguieron en sus labores. Cierto día acarreaba mercadería en una carretilla a través de tablones y se le ladeó la carretilla, precipitándose todo al suelo. El capitán de puerto se encolerizó con él a tal punto que decidió pedir las cuentas para irse.
―¡Ya, mañana arreglamos! le dijo. Al día siguiente le preguntó si había cambiado de idea.
―¡No, no, no, si yo me voy! ¡Usted me va a dejar a San Carlos ahora mismo! —sentenció Oyarzo, absolutamente convencido de que estaba haciendo bien las cosas. Y el capitán de puerto tuvo que ir a dejarlo a caballo hasta donde funcionaba la central de operaciones. Desde ahí se vino hasta Los Ñadis con sus pilchitas al hombro, caminando como si fuera a paseo, pero sin dejar de perder de vista las posibilidades que tendría para encontrar un nuevo trabajo. Como no hallara paso, tuvo que pedir alojamiento donde un poblador, que aceptó tenerlo con él, pero cuando se supo que había un hombre renunciado en casa de un trabajador de la estancia, bajó el mismísimo míster Bridge a parlamentar.
En la Colonia
La morada donde estaba de allegado era de un tal Olivares, que manejaba vacas antes de llegar al río y a los tres días llegó don Lucas acompañado de Newman, el encargado de la Estancia El Colonia. Su ex patrón le dijo que no podía estar donde estaba y le entregó una lona para que viviera ahí porque le iba a encomendar la construcción de un galpón en el mismo lugar y que esperara las maderas que llegaban mañana junto con las herramientas y los víveres.
―Usted se va a quedar aquí —le dijo. Y es probable que le mande un compañerito con dos mulas para que empiece el acarreo pasado mañana mismo.
―Está bien―respondió el chilote―. Viniendo de usted la cosa cambia.
Pero en verdad lo que tuvo que esperar fueron diez días porque se presentaron problemas en la administración. Las maderas se habían terminado y tuvieron que encargarle a los sierreros que se pongan a trabajar rápido. En el intertanto fallaron los víveres, por lo que Oyarzo se tuvo que ir al Colonia, al sector de La Entrada, donde estaba el administrador. Bridge le dio una explicación que no lo convenció y de inmediato Oyarzo volvió a renunciar, ahora para siempre, dijo.
Anduvo buscando después a Tránsito Cárdenas, uno de sus conocidos amigos, quien le dijo que se encargue de los viajes en carreta hacia el puerto. Era cosa de ver no más lo que pasaba en Caracoles, algo que se contaba y no se creía. Le encargó su caballo, su montura y sus pilchas y se fue a trabajar a las penurias de Caracoles. A veces tenían que desarmarse las carretas y bajar la carga para poder dar una vuelta y era la única forma de bajar porque en dicha época todavía no se construía el camino. Se le cargó el tiempo a su favor, quién sabe por qué motivo.
Su pega con Cárdenas aguantó poco, lo que dura un resuello. Y pronto se nos borró del mapa al pegar un salto hasta Puerto Montt, donde en el trayecto se topó con uno de sus amigos, Benigno Díaz, padre del recordado Mañuco, que fallecería a muy avanzada edad y que jamás quiso hablar con una grabadora al frente. Era de pocas palabras y más miraba que hablaba.
—¿Y desde cuando estás aquí? —le preguntó a Mañuco. Si yo a ti te había dejado en Puerto Montt.
―Hace tres meses que estoy en Puerto Aysén —fue la respuesta de Díaz.
―¿Quién tiene hotel aquí en Aysén?
—Don Carlos Klein.
―¡Pero si a Carlos también lo dejé en Puerto Montt! —replicó el chilote ¡Se están viniendo todos p’acá! ¿Se casaría Carlos?
―Sí, se casó con la Margarita Greenswill, la dueña del Almacén Blanco y Negro de Puerto Montt.
Rumbo a Puerto Montt
Abel Oyarzo pensó que podía trabajar en el almacén, y entonces se fue a la segura a Puerto Montt. Efectivamente, al llegar conversó con Margarita, diciéndole que era muy amigo de su esposo, lo cual fue confirmado por ésta a través de un telegrama que envió a Puerto Aysén. Y le dio una pega de pintor.
—¡Claro, de pintor estaba el hombre, porque no había nada que hacer, puh! ¡Un poco amontonaría la pintura, pero si al capataz le gustaba, había que ponerle no más! Bromeaba de lo lindo.
Además de pintar, la nueva labor de Abel Oyarzo se prolongó a otros oficios como mozo de mandados y mozo para el hotel. Y encantados como estaban con su presencia, sus nuevos patrones pronto lo devolvieron a Puerto Aysén porque se estaba armando una sucursal del Blanco y Negro.
Oyarzo conoció al comerciante Juan Dougnac que manejaba una ferretería, con su empleado de confianza, el conocido y recordado Alvarito que después se vino a vivir a Coyhaique, y también manejó una pequeña ferretería en plena calle Condell.
La historia de Abel Oyarzo nos dará para unos cinco capítulos enteros. Quedamos a la espera de lo que sucedió en Puerto Aysén, desde el momento que llega a trabajar en el Blanco y Negro y en Coyhaique, cuando labora en el Matadero Municipal.
Ya vienen nuevas crónicas sobre los cientos de barcos y vapores que iban y venían entre Pto.Aysén y Puerto Montt. Quédese aquí. En La Última Esquina.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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