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Por Rafael Martínez Carvallo
Desde Punucapa, Javiera Flores, se alista para un nuevo día de recolección. Sabe exactamente dónde se dan buenos hongos porque estuvo meses analizando su crecimiento.
Son las 8:00 y ya tiene en su camioneta todos los implementos que necesita para salir por los preciados digüeñes: canastos de mimbre, ñocha y chupón.
En el camino se reunirá con las ocho recolectoras de Antilhue. Un grupo de mujeres que heredaron el oficio gracias a sus padres. Javiera recuerda que desde pequeñas salían al monte a recolectar frutos silvestres y copihues.
Hoy, son un grupo grande de hermanas que han mantenido la práctica y se le han sumado otras generaciones de mujeres.
Cada jornada es extenuante y arriesgada desde su inicio, debido a el lugar donde van a recolectar, comenta.
“El punto más crítico de la recolección es el acceso al bosque nativo. Es un tipo de bosque que está muy amenazado por los monocultivos de pinos y eucaliptus, y por los fundos, lo que vuelve crítico este trabajo. Debemos ingresar a fundos que son privados donde que quedaron reductos de roble”, cuenta Javiera, egresada de antropología y socia de Setería Humedal Punucapa.
El digüeñe es un hongo comestible de nombre científico Cyttaria espinosae, que suele crecer en árboles del género Nothofagus como el roble chileno, y es famoso por ser endémico de la zona centro sur de Chile junto con la Patagonia argentina.
Al ingresar al bosque, el grupo de mujeres se alista para horas y horas de caminata. Lo primero es encontrar varas de eucaliptus, que es la técnica más usada para dar con el hongo.
“La vara se prepara de un año para otro. Se dejan secar, se pelan y las llevamos al campo donde las dejamos en lugares estratégicos. Son de diez metros”, explica Javiera.
Con las varas en su poder, las recolectoras ponen en práctica toda su experiencia. “Ellas conocen árboles específicos que dan más digüeñes. Le ponen nombres y los van a visitar directamente”, agrega.
A pesar de esta sabiduría y conocimiento, Javiera menciona que “no existe un lugar fijo donde recolectar. Esto es como la pesca. Apuestas por un sitio, vas evaluando las condiciones y variables, para luego recorrerlo. Puede que no haya”.
Hasta las dos de la tarde están esparcidas y para estar comunicadas se gritan, dado que muchas veces alguna se pierde.
Unas sacuden ramas de los árboles, suavemente con la vara, para que caigan los hongos. Otras tiran un palo que encuentran en el suelo, técnica que se conoce como “garrochar”.
Lo que van recolectando lo dejan en los canastos y luego continúan con la marcha.
“No es fácil llenar un canastro, hay de 5, 10 y 20 kilos. La recolección es caminar. Podemos pasar días enteros. Si encontramos hongos, seguimos y seguimos. Es cansador y hay que saber cómo caminar en el bosque, no es llegar e ir a estos lugares”, agrega.
Tras la parte más difícil de la jornada, Javiera sube los canastos a su “Setascargo”, nombre con que apoda a su Suzuki Maruti. Las otras recolectoras también cargan los vehículos que arrendaron para realizar el trabajo. Antes lo hacían todo caminando.
Javiera cuenta que llega ansiosa a su casa a preparar la clásica ensalada de digüeñe con cebolla, cilantro, vinagre de manzana, limón, aceite y sal. Aunque ya fue picoteando el hongo crudo mientras estaba en terreno.
Asimismo, la primavera y los digüeñes trasladan hasta su infancia a Viviana Salazar Vidal, investigadora de macro hongos y fundadora de Lemu Rehue & ONG Micófilos.
Seis de la mañana, el amanecer y la voz de sus padres son las señales de que el día de recolección está por comenzar. Viviana, de siete años, tiene listo su canasto donde irá trasvasijando los digüeñes que encuentre en los tupidos bosques de Curanilahue.
Está pensando en encontrar el más grande para volver a casa y hacer una rica ensalada mapuche agregando a los digüeñes, cilantro y nalca, mientras su padre prepara el fuego lento y los aliños para cocinar un guiso con lo recolectado.
De la escena han pasado más de 30 años. Sin embargo, la enseñanza y conocimiento quedó arraigada en la ahora profesora de ciencias naturales.
Cada septiembre, después del dieciocho, se inmiscuye en la naturaleza para recolectar este producto silvestre, aprovechando la primavera, época donde mejor fructifican, dado que la temperatura y humedad favorecen su reproducción.
“Es importante para mantener la tradición de la recolección. Tiene un fuerte componente social y cultural asociado a nuestros orígenes. Lo consumían los Onas, Alacalufes y Pehuenches”, comenta Viviana.
La especialista asegura que los digüeñes se cosechaban desde la prehistoria.
"En 1995, Rojas y Manzur indicaron, en un documento, que en Monteverde, en la región de Los Lagos, existían registros arqueológicos que revelaban el consumo de ciertos hongos asociados a las poblaciones chilenas de hace 13.000 años”, puntualiza.
Con la llegada de la primavera, el sur de Chile se tiñe con los colores de los digüeñes, pero también de las nalcas. Calles y ferias se llenan de vendedores de nalcas que rápidamente encuentran interesados.
Carmen Pozo, vive en la comuna de Los Lagos, pero en esta temporada viaja todos los días a Valdivia para vender las nalcas que recolecta. Sus precios van desde mil hasta cinco mil pesos.
“La gente prefiere las nalcas grandes, en vez de las chicas, porque su sabor es un distinto. En un día vendo la mayoría de las que traigo, es una tradición en esta época del año”, cuenta.
La recolección de la nalca también es una historia de antaño por sus usos medicinales y nutritivos. Presente en bosques templados lluviosos, desde Coquimbo hasta Magallanes, es una hierba nativa de Chile y Argentina, de mucha relevancia para los pueblos originarios que la consideran una planta madre.
Óscar Quintul, presidente de la comunidad José Calcumil Carillanca, quienes organizaron la última feria costumbrista de nalcas y digüeñes en el sector de Lago Maihue, Futrono, recuerda que él empezó en este mundo hace 30 años, cuando tenía ocho años.
“Crecí con la nalca. Iba con mi tío y primas a buscar después de las fiestas patrias para comer en familia”, recuerda.
Botas y machete, esas eran y son las dos herramientas fundamentales para llevar a cabo la recolección de esta hierba nativa, que exige gran destreza, dado que se reproduce en profundas quebradas, pangales o laderas de río.
“Hay que ingresar a lugares húmedos, donde no es fácil caminar y que están alejados, como la cuenca del lago Maihue. Además, uno puede toparse con jabalíes. Por eso es un trabajo en equipo, uno nunca va solo”, cuenta Óscar.
El trabajo también se realiza desde temprano. Al momento de llegar al nalcadero, hay que fijarse en varios detalles para realizar correctamente la maniobra y cuidar la flora.
“Con el machete uno limpia la planta. Hay que tirarla de un solo lado, para eso hay que tener conocimiento. De esa forma sale de raíz. Es un proceso. Mucha gente no sabe hacerlo y la nalca se les muele”, detalla.
Además, menciona que “hay que fijarse que el pange, que es la hoja, esté bien cerrado. Esas son las que se colectan”.
Tras la cosecha, queda la ruta de retorno por terrenos fangosos. Dos o tres kilómetros con las nalcas al hombro, donde una puede llegar a pesar hasta diez kilos. Así hasta llegar al auto y llevarlas al hogar. Aunque Óscar cuenta que el primer gusto se lo da en el bosque: “Apenas las veo, busco la nalca más rosada y la como enseguida porque tiene mucho hierro. Es deliciosa”.
La nalca es utilizada en su totalidad: sus hojas son muy necesarias, por ejemplo, en la preparación del curanto en Chiloé. Su tallo es utilizado para la preparación de ensaladas, mermeladas o, para comerlo con sal y merquén.
“Se consume muy natural, cortadita en trozos en una bolsita con sal y te la vas comiendo en la calle”, cuenta Javiera desde Valdivia.
Los Productos Forestales No Madereros (PFNM) en Chile son definidos como “aquellos bienes de origen biológico distinto de la madera, procedentes de los bosques, de otros terrenos arbolados y de árboles situados fuera de los bosques, independiente de su naturaleza”, según el Instituto Forestar.
En la última década, los PFNM han adquirido un interés considerable a nivel mundial, debido a que se está reconociendo su importancia para contribuir a la conservación de la diversidad biológica. Además, se ha comprobado que su recolección y consumo mejora la calidad de vida de las personas.
El digüeñe y nalca son parte de este grupo.
A pesar de que ha sido un trabajo que se ha trasmitido de generación en generación y que tiene un valor trascendental para los pueblos originarios, actualmente, ser recolector está en peligro por diversos puntos: la conservación de bosques nativos, la amenaza por la sobre explotación, el desconocimiento del ciclo de vida de estos elementos naturales y el no reconocimiento del oficio.
En primer lugar, la desaparición gradual del bosque nativo ha puesto en peligro la conservación de estos elementos tan importantes para el suelo sureño.
“Son parte de una identidad cultural. Estos recuerdos que tengo hace treinta años, espero que también los tengan mis sobrinos, las nuevas generaciones", dice la investigadora Viviana Salazar.
"Es una tradición que es necesaria de proteger y eso tiene que ver con la conservación del bosque nativo. Los digüeñes no se dan en otros árboles, si no existen ellos, no se desarrollan y terminamos perdiendo este alimento ancestral”, agrega.
El segundo punto, es la cosecha indiscriminada o sobrexplotación, dado que pueden causar la desaparición de las nalcas y digüeñes, recursos naturales emblemáticos para el país.
“Mucha gente llega a los lugares y extraen todo sin saber las consecuencias que esto produce. Sacar todos los hongos de un árbol no es recomendable, porque no permite la reproducción de este”, especifica Javiera Flores.
Esto también va de la mano con el poco conocimiento de la población.
“Al no saber sobre su desarrollo natural, la gente no los cuida. La gente para llevarse el hongo lástima el árbol con golpes y lo van matando, lo que puede repercutir en que la especie se vea amenazada por estás malas prácticas de cosecha”, dice Daniela Torres, directora de programas de la Fundación Fungi, organización global que se dedica a educar sobre la existencia de hongos y recomendar políticas públicas para su conservación.
Por su parte, al analizar este fenómeno en las nalcas, Óscar Quintul cree que “antes la gente era más cuidadosa, sacaba unas pocas y para consumo familiar".
"Se ha perdido el conocimiento, no se transmite. Llegan, cortan y las echan a perder, ya que se secan. Que no corten por cortar. Por ejemplo, para abrirse camino, la gente cortan árboles, dejando a la nalca sin sombra y es algo que necesita”, opina.
Como tercer punto, está la problemática a la que se enfrentan específicamente los recolectores: no están reconocidos o regulados como oficio a pesar de existir y ser parte de una tradición.
“En ChileValora (Comisión del Sistema Nacional de Certificación de Competencias Laborales) no se encuentra la recolección como rubro. Están invisibilizados dentro de la economía del país y desamparados de las políticas públicas y eso repercute en el día a día de ellas y ellos”, explica Daniela de Fundación Fungi.
Desde su mirada, la solución está en promover y potenciar el oficio de recolector. “Lo único que hacen es poder sobrevivir y llevar el trabajo por como lo han hecho por mucho tiempo. No hay recursos que puedan mejorar su trabajo y es un rubro muy antiguo”, agrega.
Ante esta problemática, Óscar alza la voz: “Sería buena su regularización, la situación actual está mal. Por ejemplo, nosotros como recolectores hemos hecho varias intervenciones con productos naturales como la manzana o rosa mosqueta, pero cuando hacemos de la nalca debemos estar pidiendo y pidiendo permisos. Estamos desamparados y nos sentíamos abandonados por el Estado”.
Mientras, Óscar sigue recorriendo la cuenca del río Maihue buscando la nalca más rosada, Viviana sigue esperanzada de encontrar el hongo más grande y Javiera espera llegar al hogar para comer una tortilla de nalca con digüeñes.
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